No buscaba nada, mis ojos y mi corazón estaban secos. Sin embargo, las incipientes grietas no dolían, era como si siempre hubieran estado ahí. Un día, no recuerdo cual exactamente, de entre la tierra polvorienta del suelo asomaba el extremo de un hilo. Como persona curiosa que soy me agaché a cogerlo. Tiré de él, era más largo de lo que a simple vista parecía. Alternando ambas manos iba descubriendo esa misteriosa cuerdecita. Anduve guiada por sus hebras esperando encontrar el otro extremo. Y apareció, claro que apareció, enredado en tus dedos, anudado a tu muñeca. Casi podía sentir tus pulsaciones a través del él. No me asusté, no estaba extrañada. Quizás esperaba que estuvieses ahí, guiándome a través del hilo, como siempre haces.